Siempre se ha dicho lo de que las puertas callan.
Que cuando se cierra la puerta de una habitación, sólo saben
lo que pasa ahí dentro los que están dentro.
Pero no todas las puertas son iguales y Anselma, era muy
especial. Era una puerta muy portera.
Anselma podía ver en ambos sentidos, por delante y por
detrás. Su mirilla le daba ese poder.
Tenía oídos entre las comisuras que se formaban entre su marco y sus hojas.
Y podía olfatear a personas, gatos, perros, pájaros…a través
de sus pomos.
Alsema era la puerta de la casa de doña María Escrivá. Una
señora muy posturera que vivía con su gato Alfredo.
La Srta. Escrivá se iba todas las tardes a misa y
regresaba un poco “empinadilla” porque el Anís del Mono, le hacía más llevadero
el sermón.
Cuándo llegaba a casa se descalzaba, se sentaba en el sofá y
se ponía su programa favorito: “las Chonis de Luxe”
María no había conocido más vida en sus 57 años de vida.
Y Anselma contemplaba a la señora sin emoción, y su madera
crujía hablándole.
-María (ya había confianza entre ellas) ¿te has mirado
últimamente? Es verdad que nunca has tenido mucho espíritu, hija, pero la vida
es demasiado corta para hacer siempre las mismas cosas. Es verdad que tus
padres murieron y te dejaron sola, pero ¿recuerdas a Juan? Ese muchacho que
venía a tomar café, incluso cuando tu padre se ponía insoportable con él. Un
día le pusiste la cara roja y desapareció. Olía muy bien. Olía a gente sana.
Mira, todas las noches te repito lo mismo y todas las noches
te quedas dormida en el sofá frente al televisor, como si tu vida descansara
por un momento.
Tu vida ya ha tenido demasiado descanso y ahora tienes que
despertarla y sacarla de paseo.
La señorita Escrivá, pegó un bote cuando escuchó su nombre.
Estaba claro. Escuchaba voces que le hablaban a ella. Se santiguó y empezó a
rezar como una loca. No más Anís del Mono, se prometió. Se alejó de la
habitación, pero seguía escuchando las voces, más lejanas, pero las mismas
voces.
-¿Quién anda ahí? Que salga porque voy a llamar a la
policía.
-¡Qué bien! ¡Por fin me escuchas! María soy Anselma. La
puerta de la entrada de tu casa. Sí, esa lacada en blanco y con los pomos
dorados. Estoy muy contenta de que me puedas escuchar, llevo años hablándote.
-Bueno definitivamente estoy loca ¿no estoy escuchando que
me habla una puerta?
Alfredo maullaba a la puerta y la tocaba con su patita, como si él también escuchara las voces. Así
que María se armó de valor y se acercó hasta la puerta. La tocó tímidamente con
una mano y escuchó una carcajada.
-¡¡Me estás haciendo cosquillas!!
María apartó la mano del susto y se puso frente a ella con
semblante serio, como desafiante.
-Esta bien. ¿Qué quieres de mi? No necesito hablar contigo.
Estaba tan tranquila en el sofá viendo mi programa favorito.
Alsema frunció el ceño, su madera se retorció soltando un
suspiro y dijo
-Ese es el problema, que cada día de tu vida es así y parece
ser que seguirá siendo así. No he visto pasar una persona extraña por esta casa
en veinte años.
Eso según me han dicho mis colegas, las otras puertas, no es
normal.
-¿Quién eres tu para meterte con mi vida? Mi vida es mía y
la vivo como quiero. Si quiero vivirla sola frete al sofá con mis amigos de la
televisión, lo hago, porque son mucho más honestos y buenos que la gente de
verdad. Porque aunque ellos me engañen o traicionen a mi me da lo mismo. Pero
con el resto de la gente no pasa eso. Te manipulan para que hagas lo que ellos
quieren. Te usan y después te tiran sin ningún miramiento.
-¿De verdad conoces a tanta gente como para creer eso? ¿Te
acuerdas de Juan? Juan venía a verte siempre que le dejabas y siempre te traía
una flor.
María se derrumbó y de pronto, comenzó a llorar. No
recordaba cuándo era la última vez que había llorado. Hipaba, sollozaba,
parecía que le había cogido gustito a eso de llorar. Sus músculos empezaron a
relajarse y poco a poco, con el cansancio, se fue dejando caer en el sofá.
-Llámale. María, llámale.
-¿Ahora?
-Cuánto tiempo más vas a esperar.
María cogió su agenda y el teléfono decidida. Anselma tenía
razón.
-Hola Juan, soy María.
Y la puerta, con discreción, por primera vez cerró sus
oídos, pero dejó encendidos sus ojos. No quería perderse la sonrisa que María
había ocultado durante tantos años.