viernes, 16 de mayo de 2014

Homenaje a Benito

Mi abuelo era de profesión militar. De los militares que estuvieron en el bando Nacional durante la guerra civil española. Le tocó ser de los de Franco, y digo “le toco” porque no creo que su carrera ni sus circunstancias familiares le dejaran muchas posibilidades de elección.

Mi madre me contaba que en el frente de batalla, cuando hacían un alto al fuego “tu abuelo se ponía a jugar a las cartas con los republicanos y apostaban un mendrugo de pan”. En esos pequeños momentos de paz, como en el hambre, no había ni condiciones sociales ni ideologías políticas. Existían necesidades básicas del ser humano, como la alimentación y la buena compañía.

En la postguerra la familia de mi madre vivía en una de las casas donde alojaban a las familias de militares, casas más o menos modestas según el rango del cabeza de familia.
Solo había un momento democrático en este ambiente militar.
Ese momento era la Navidad.
Era cuando llegaban camiones, cortesía franquista, repletos de maravillosos juguetes para los hijos de todos los encargados de la defensa nacional.
En la Navidad que mi madre cumplía 8 años, le llegó el regalo que todas las niñas de su edad deseaban, una muñeca llamada Mariquita Pérez.
En aquella época, estar en posesión de esa joya era como ahora tener la “pley” en versión chica.

A mi abuelo le gustaba tomarse sus “chatos” con los modestos vecinos de los barrios cercanos al barrio militar y a uno de esos vecinos le llamaban “El Tomate” de lo rojo y republicano que era.
El Tomate, tenía una hija pequeña enferma de tuberculosis que esa Navidad no daban ni dos reales por ella.
Cuando mi abuelo se enteró en la taberna, llego a casa y mientras mi madre dormía le robó a hurtadillas su Mariquita Pérez y se la llevó a la niña de El Tomate.

La niña ilusionada mejoró muchísimo, aunque nunca llegó a contarlo.
Y mi madre lloró muchísimo al enterarse que un gato se había llevado por la noche su muñeca soñada.

En las cenas de Navidad posteriores, mi madre se quejaba recordando la mala suerte que había corrido su muñeca, mientras sus hermanos conocedores del secreto, se reían a carcajadas.

Años después, mi madre se enteró de la verdad de la historia y aunque al principio se enfadara, con el tiempo lo entendió todo.

Esa enseñanza de vida, fue el mejor regalo que su padre le podía haber dado esa Navidad.

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