miércoles, 16 de julio de 2014

El creador de oasis


Caminaba por el desierto como si de hierba fresca se tratase.
Cada pisada que se hundía en la ardiente arena iba acompañada de una nueva nota que salía de su violín.
Un violín que nunca dejaba de tocar aunque le sorprendiera la más terrible y cegadora tormenta.
Caminaba y caminaba sin reparar en ningún cansancio, porque ningún cansancio era capaz de existir en su cuerpo. Ni siquiera en su cabeza.
Sus cuerpo desnudo nunca sentía dolor. Había nacido para fundirse con el calor del día y confundirse con la oscuridad de la noche.
Cada partícula de luz hacía que su sudor cobrara la importancia de un océano.

Ese desierto era infinito. Como su melodía. Siempre distinta y siempre parecida.
No había nadie para escucharla. Solo el viento aplaudía. Y siempre lo hacía.
Como si siempre fuera asombroso y siempre por primera vez.

Los oasis se hacían realidad al escuchar el sonido de cada caricia musical.
Y esta sensación era tan poderosa que conseguía que existieran incluso para aquellos que no existían.

Un día, una duna celosa lo atrapo entre sus brazos de sedimentos.
Pero la melodía no paró. Nunca pararía.
Porque no pertenecía a él, ni al violín, ni al viento.
Pertenecía a algo que nunca desaparecería.
Su imaginación.

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