El plato estaba sobre la mesa. Caliente y servido sobre un
hule naranja.
Retozaban los anacardos en una piscina salada y rodeados de
algunos vegetales que habían acudido al remojo.
Pedazos de carne miraban de reojo y con altivez, sabedores
de su importancia en tan gran acontecimiento.
Era la fiesta de la dos de la tarde en casa de Andrés y cada
vez que esto pasaba, se montaba una ceremonia, que no se olvidaba hasta el día
siguiente.
Cada día acudían distintos invitados. Normalmente repetían
los macarrones y el tomate, que eran los favoritos del anfitrión.
También la mesa se adornaba de diferente manera, incluso
alguna vez aparecían cubiertos y vasos nuevos con un contenido diferente.
El encargado de que cada vez que sucedía fuera algo especial,
era el propio Andrés. Se sentaba, miraba hacia su plato y le recitaba un poema.
También se inventaba una canción y los ingredientes se lo
agradecían ofreciendo su mejor sabor.
Un día Andrés tuvo un accidente y se quedó parapléjico y sin capacidad de habla.
Las fiestas de las dos de la tarde dejaron de celebrarse.
Ya no podía organizarlas y había una enfermera que no paraba
de aterrorizarle metiendo a marchas forzadas una cuchara sobre su boca.
En un "a las dos de la tarde" cualquiera, la enfermera que se
convirtió en su fiel compañera de hora, descubrió sobre una mesita un libro:
“El hombre aproximativo” de Tzara y lo cogió.
Andrés empezó a emitir sonidos y señales eufórico. Era la esperanza.
Y desde entonces, volvieron a celebrarse las fiestas de las
dos de la tarde.
Andrés ya no sería el anfitrión.
Pero disfrutaría como un invitado fijo y especial.
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